miércoles, noviembre 30, 2005

Bonzo

La magnitud y lo insólito del suceso me obligan a reabrir este blog. Como introducción me gustaría decir lo siguiente: No podría ser más pelotudo.
Ayer por la tarde, esperando a mi amor, me dedicaba a ordenar la casa. En un momento encontré una pila de papeles, que luego descubrí que eran más que simples papeles. Eran la copia fallida de mi guión. Una impresión de 113 páginas, toda mal hecha. "Las tiro", pensé. "No es destino para semejante obra" seguí pensando "una obra tan excelsa no merece un destino tan ruin". "Hoguera ritual" concluí. Me dirigí hacia la zona de la parrilla, acomodé el pilón de hojas, y encendí el primer fósforo. Una puntita se prendió apenas. Encendí el segundo y sucedió lo mismo. Ya al décimo fósforo inútil fui a buscar la botellita de alcohol. Arrojé un poco sobre las llamas (fue en ese preciso momento donde mi cerebro quedó suspendido dando lugar a un cráneo lleno malteada de chocolate) y las llamas se avivaron. Lugo decidí arrojar un segundo chorro de alcohol que, por supuesto, fue a salpicar sobre mi remera. Era yo, en ese preciso instante, un hombre antorcha. Desesperado comencé a golpearme el pecho, pero la llama alcohólica parece no responder a la falta de oxígeno provocada por los golpes. Luego intenté la conocida solución de arrojarme al piso y ahogar la llama. Siempre me dijeron que esa es la mejor manera de apagarse. Bueno, es mentira. Eso no funciona. Como último recurso opté por quitarme la remera (quizás la primera idea prudente de la tarde). Pero no sería gratuito. Debía tomar la remera encendida calcinando mis manos y luego quitarla por sobre mi cabeza, con el riesgo de encender mi cabellera. Ni lerdo ni perezoso realicé esta valiente acción, despojándome de la candente situación, es decir de la remera.
Una vez más sereno miré mis manos completamente quemadas y mi torso enrojecido (no tan quemado como hubiese esperado). El resultado: algunas quemaduras de segundo grado, nada grave, una suerte de pelo negroide, y un cagaso padre.
Luego llegó mi amor y me dijo "Pero por qué no las tiraste a la basura? Le hubiesen servido a algún cartonero". Y eso fue lo peor: darme cuenta de que el destino más noble para tan nobles hojas hubiese sido el tacho de basura, seguido por el carrito del cartonero, seguido por la transacción en la papelera, seguido por las monedas, seguido por el pucherete de hoy.
Me siento un pelotudo. Un pelotudo quemado. Voy a estar suspirando hasta fin de año.